Conocà a una persona hace tiempo que se habÃa criado en un lugar remoto del mundo, lejos, muy lejos de cualquier otro sitio en el que yo hubiese estado jamás. Le pregunté cómo era la tierra allÃ. Le pregunté si se echaba de menos el mar pese a no haberse conocido nunca. Me contestó que allà la tierra era llana, vacÃa e infinita. Y que nadie extrañaba la cercanÃa del mar, ¿cómo pensar en el mar allá donde ni tan siquiera hay árboles? Poco a poco, me di cuenta de que sus palabras eran lánguidas también, y su mirada llana e infinita. Pese al paso de los años y al cambio de paÃs, dudo que su forma de ser estuviese preparada para encontrarse con un árbol sin sobresaltarse. Y me di cuenta de cómo los paisajes que rodean nuestra infancia condicionan nuestra sensibilidad y pensamiento, hasta el punto de imprimir cierto carácter en nosotros inconscientemente.
Pasó el tiempo, y esa persona y yo nos separamos. Yo habÃa crecido junto al océano del norte. Entre acantilados, entre la violencia del viento, bajo nubes espesas y furiosas. Yo habÃa conocido la saudade desde niña, esa forma de sentir la vida que solo se entiende en la luz de Galicia o Portugal, entre el color de las calles de mi tierra, de un sol apagado y azulejos desvaÃdos que tiñen casas y ciudades. Y es que la saudade, filosofÃa y forma de ser, esa constante nostalgia por las cosas que no existen, también es algo que crece en nuestra infancia y brota de los árboles y de las piedras que vemos cada dÃa.
Muchos paisajes deben ser comprendidos antes de que una persona con la mente estepada y alguien con acantilados en el pensamiento puedan esperar las mismas cosas de la vida.Â